¿Por dónde empiezo? ¿Diciendo quién soy y de dónde vengo?… Complicado así, porque, naturalmente, no tengo clara la respuesta a tan manidas preguntas (ni clara ni semi-oscura). Pero, venga, voy a ir haciendo salir lo primero que se me vaya ocurriendo… Visto que estoy disponiendo estas palabras por medio de un teclado conectado a un aparato llamado ordenador -objeto del que no conocí siquiera dónde se encendía hasta mis años universitarios-, arranco contextualizando con alusión a dicho aparato, confiando en que quizá, dado su nombre, me ayudará a poner un poco de orden… Veamos. Steve Wozniak y Steve Jobs crearon el primer Apple en el año en que mi madre -único vástago femenino de una familia de campesinos del Páramo leonés- y mi padre -un fontanero calefactor nativo de comarca cercana y oficio aprendido en ciudad de orilla del golfo de Vizcaya- fueron a la iglesia del pueblo de ella a decir “Sí quiero”. Tradicional y religiosamente, como buenos y aceptadores de católicos legados (aunque por la iglesia apenas hayan vuelto a pisar). Así las cosas, por seguir avanzando sin mucha elipsis de por medio, Tandy y Commodore crearon ordenadores provistos de monitor en el año en que, si el DNI y el extinto libro de familia dicen la verdad, me fue cortado el cordón umbilical. Por aquellos días, un televisor en blanco y negro (de marca Telefunken, que más cerca que Silicon Valley estaba para los españoles Alemania…) era el máximo alarde electrodoméstico que contemplaba el sombrío apartamento en el que me aguardaba una cuna (tal vez por ciertos paralelismos de aquel apartamento -en el que viví hasta 6º de EGB- con el de El Quimérico Inquilino de Roman Polanski no he sido nada dormilón en años sucesivos de mi vida). Andaba por allí también un radio casete Philips (Holanda también estaba a tiro cercano de potencial inmigrante hispano…) con el que mi padre escuchaba a José María García después de la media noche. Importante artilugio de mi primera infancia ese, porque en los cinco años que duró mi incierta y temporal vida de hijo único, usaba yo aquel reproductor de sonidos para escuchar, cara A cara B una y otra vez, las tres cintas de casete que poseía: una de cuentos clásicos (la voz de Gusanito en la panza del Gallo Quirico se convirtió en un mantra que aún llevo dentro), otra de Enrique y Ana (cuyos estribillos me perseguirán, para mi desdicha, eternamente) y otra de una especie de pitufos cantarines (que tenían una canción dedicada al Carnaval de la que, por mucho que he hecho contrapeso carnavalero en La Bañeza, Venezia, Viareggio, Canarias…, y bailando con charangas o hasta con todo el repertorio de Giorgie Dann y Raffaela Carrá, no me he conseguido librar). Pocas emociones más me constan – así del primer y raudo vistazo atrás ( a ese periodo de existencia en el que más podemos averiguar acerca de nuestra verdadera esencia)- hasta que llegó la hora del alistamiento en la Guardería Municipal (harina aquella de otro costal que no entraré aquí a valorar). También me consta, sin detenerme a fijarme en los detalles con más profundidad, que una noche de esas de Reyes Magos apareció en la casa – ¿invitación o coacción? – una camiseta blanca y de mi talla con el escudo del Real Madrid cosido en la parte delantera y el nueve de Carlos Alonso «Santillana» en la parte de la espalda. A partir de entonces – aparte de descubrir mi vocación de delantero centro e interpretar, por fuerza, que los buenos y mágicos podían ser sólo los que jugaban de blanco-, la radio comencé a hacerla yo. Locutaba partidos imaginarios hasta quedarme afónico, con conexiones a todos los campos de España: “¡Penalti en la Condomina!; ¡Gol en el Molinón!; ¡Tarjeta roja en la Romareda…! Luego, además, mi hermano llegó al tiempo que Naranjito para animar el cotarro y yo mandé al gallo quirico a pasear con la gallina Co-co-ua y a los siete enanitos de Blancanieves a bailar con los pitufos el Super Disco Chino Filipino.

«¡Que no me vengan con música de Pitufos cuando lo que yo quiero es rock & roll!»

¿Qué más sigo contando que me venga en mente? ¿Qué otro hecho entre los hechos, trascendente suceso o circunstancia filtro?… Pues puedo filtrar que, en añadido al balompié, en el ámbito en que yo crecía, había furor por otro deporte: el motociclismo. Un asunto ese que provocó que afuera en la calle, amén de querer hacer regates con un balón, adorase ir yo con mi triciclo artesanal estilo chopper sintiéndome como si pilotase la Bultaco de Ricardo Tormo o la Derbi de Ángel Nieto. Evidentemente, había que tomar cartas en el asunto de mis excesos de velocidad en las aceras y las tomó mi abuelo el del valle del río Duerna, quien me puso a los mandos de una reluciente bicicleta GAC, para que fuese a practicar con ella al parque infantil de tráfico, uno de los que se estilaban en la época y que estaba ubicado en la pequeña localidad en la que vivíamos, esa en la que desemboca dicho río Duerna¡ ¡Oh, la bicicleta…!: ¡había llegado, sin duda, una de las grandes pasiones de mi vida (pasión en la que no me sumergiré en estas líneas)! Los de mi generación crecimos alucinando cuando con un walkie-talkie podíamos hablar con un colega que se había escondido tras un matorral en la otra punta de una pradera; como le pasaba al niño de una joya del cine de esos años, Paris, Texas (de Wim Wenders), que flipaba hablando desde la caja de una furgoneta con su padre, yendo su interlocutor al volante de aquella furgoneta. De adultos, curiosamente, ni nos inmutamos cuando con un cacharro móvil comunicamos con nuestra prima la que está en Dubai u otro sitio bien lejos, viéndole la cara con centésimas de dilación como mucho. Y es que cada cual ha vivido esta revolución de cuasi ciencia ficción según le ha tocado y a su ritmo, pero todos a galope… La televisión en color sustituyó al Telefunken coincidiendo con el año del Mundial de fútbol que ganó la Argentina de Maradona. Pan y circo, fútbol y tecnología, la zanahoria el palo y el creciente consumismo… (Aunque cuatro años atrás Naranjito se hubiese esforzado por promover las videocasetes de JVC frente a las de Sony, a nuestra casa no llegó la lucha por el mercado doméstico de las cintas de vídeo; fui yo ya muy feliz con ver en color y en directo los cuatro goles que Emilio Butragueño marcó a Dinamarca en Santiago de Querétaro, aunque no pudiésemos grabarlos.) Después, otra noche de esas de Reyes Magos apareció también en casa un walkman con cascos estéreos y aquello supuso un goce total para mis oídos. Yo ya levantaba metro y medio del suelo y había aparcado las rodilleras que mi madre me ponía para evitar que anduviera siempre con postillas y pus en las rodillas. En los años de mi niñez ya existían los ordenadores de quinta generación y salieron al mercado artilugios como la Game Boy y videoconsolas varias, pero, en mi caso, no tuve ocasión de acercarme a aquellos inventos durante mis años de EGB, ni tampoco a un PC durante mis años de BUP y COU. Y, por mi parte, ¡bien está que así fuera, porque ya bastante apropiación de nuestro tiempo de infancia y adolescencia entiendo que hicieron, con el sistema aplicado en ellos, instituto y colegio…!

La mayoría de los padres de la gente de mi generación no tuvo oportunidad de ir a la Universidad y a muchos de los de la mía nos metieron en la cabeza que en la Universidad estaba el camino ideal. El resultado de aquella creencia de idílico porvenir fue una inaudita retahíla de titulados en historia, psicología, ciencias políticas, biblioteconomía, biología, etc. (No voy a indagar las estadísticas de cuántos de esos titulados han encontrado trabajo dentro del ámbito de su titulación; dejaré esa indagación para los titulados en sociología de la citada retahíla.) En lo que a mí respecta, aunque no tenía mucha idea de lo que realmente era aquel batiburrillo universitario (nadie nos lo explicó debidamente en tantas y tantas horas de colegio e instituto), tenía claro que deseaba probarme en él, pero sobre todo para largarme a ver mundo. Así que me largué. Pasé un año en la Facultad de Filosofía y Letras de León, descubriendo que, aun haciendo más o menos igual número de horas en los bares del casco histórico que en las bibliotecas de la ciudad, era relativamente factible aprobar las asignaturas de Geografía y de Filología Inglesa en las que me matriculé, que me interesaban bastante, pero creo que no tanto como la presencia de estudiantes extranjeras: fue todo un acontecimiento descubrir que la gente viajaba a otros países para estudiar. Existía ya el Programa Erasmus desde hacía diez años, pero «¡¿quién había oído hablar de eso, aunque ya hubiese nacido Yahoo en algún rincón del planeta?! Hoy internet maneja los hilos de la información (y también de la desinformación), pero en el año que nacía Google ¡yo no había manejado ni el teletexto! ¡Y qué emoción me producía intercambiar correspondencia escrita a mano! ¡Qué ilusión me hacía ver esos apellidos eslavos de los remitentes de cartas echadas a algún buzón de alguna calle de alguna ciudad lejana, allá donde se hallaban de vuelta mis primeras “amistades erasmus”!

Por intersección de deseos y designios del azar, de aquella facultad leonesa salté a la de Ciencias Sociales de Pontevedra. El edificio donde se ubicaba era un antiguo hospicio. «Todo un poema». Cuando llegué para formalizar mi nueva matrícula, en la secretaría me dijeron que aquello era algo eventual mientras terminaban de construir el nuevo edificio en el nuevo campus. En aquel viejo caserón de dos plantas se habían improvisado aulas a base de meter puñados de sillas pupitre en las habitaciones. El caserón escondía un tétrico patio interior con un cruceiro en el centro, pero como llovía casi siempre, los fumadores llenaban de humo los pasillos para crear ambiente; en esos pasillos y en las paredes de la biblioteca – improvisada junto a unos lavaderos – crecía el musgo; el estudio de radio estaba en el piso de arriba y había que acceder a él con aforo controlado, porque existía riesgo de hundimiento del techo… Así dicho esto puede sonar rocambolesco, pero hay cinco promociones de Publicidad y RR.PP que pueden confirmar que todo esto (y lo que no cuento) es cierto. Desde un tiempo a aquella parte, en España se habían empeñado en abrir facultades aquí y allá; y a diestro y siniestro. En el campus de Pontevedra ampliaron la oferta de titulaciones antes de que el campus estuviera dispuesto para acogerlas.

A mí me atraía el periodismo desde siempre o, como mínimo, desde la época en la que aprendí a andar sin ruedines con la GAC y a radiar partidos imaginarios, y carreras de coches y motos (seguramente me atraía mucho más el teatro, pero las raíces profundas de ello en este texto me las he saltado). Sin embargo, por hache o por be (tal vez tiene la razón algo que ver con aquello de lo de no saber orientar en la escuela a los alumnos del todo bien), de repente me vi estudiando a fondo contenidos como los de ‘El libro rojo de la publicidad’, de Luis Bassat. ¡Bienvenido al maravilloso mundo de la persuasión y la seducción de oyentes, lectores y televidentes! Internet tenía preparadas sus jeringuillas para inyectarse en las venas de la sociedad, pero las campañas que se analizaban en clase (cuando llegué a la facultad) eran las de TV, radio y cartel. Como el periodismo no dejaba de llamarme y veía claro que tocaba ponerse las pilas por cuenta propia, me las empecé a poner en alguna TV local y en ‘COPE Astorga’, que era la única emisora de cadena nacional que había cerca del hogar de mi familia cuando el podcasting aún era un futurismo. Durante algunos meses trabajé, muy feliz, en un magacín de nombre ‘La Mañana del Verano’ (verano asociado a mis estudios, para variar, entre todos los veranos trabajados: en otro verano, por ejemplo, estuve limpiando habitaciones en un hotel de Londres y en otro, por ejemplo también, sirviendo comidas en algún que otro bar del sur de Tenerife…). Luego, volví a Pontevedra y empecé a colaborar como asistente de docente en las clases prácticas de periodismo radiofónico. Entrábamos al estudio -el del piso de arriba- casi de puntillas, temerosos de que en cualquier momento se hundiera el suelo bajo nosotros. Habían transcurrido dos años de carrera y la obra de la nueva facultad de Ciencias Sociales seguía paralizada. Lo único bueno del estancamiento de dicha obra eran las empanadillas de zamburiñas de la panadería de enfrente del viejo hospicio. Zamburiñas aparte, aquello era un desastre. El edificio se caía a trozos y los medios técnicos eran escasos. El agravio comparativo con relación a otras facultades de comunicación de España era clamoroso. Corría el tercer año para los de mi promoción y todo seguía igual. Nos habíamos demorado demasiado en salir a la calle a protestar. Por fin, los alumnos agarramos las sillas pupitre de las habitaciones convertidas en aulas y nos plantamos frente a la Diputación Provincial a manifestarnos. Durante aquel año, el hospicio dejó de ser utilizado como facultad. Y como nos quedamos sin edificio, las clases empezaron a impartirse buscando huecos libres en aulas de otras escuelas. En realidad, estábamos en la calle. Pero a todo hay que verle su lado bueno, ¿no?: la calle agudiza el ingenio. Con estudiantes de Bellas Artes acompañando nuestras andanzas, las ruas de Pontevedra ofrecían vivencias esperpénticas, inspiradoras y provocadoras.

Un poco de hemeroteca viene bien para ilustrar aquellas dicharacheras protestas…

En el año de las protestas, el profesor de una materia relacionada con la creatividad nos propuso que nos pusiésemos a crear. (¿Qué otra cosa se puede proponer en una materia de creatividad?) ¡Aleluya!, no insistió, como tantos, en hacernos leer teorías acerca de lo que es la comunicación y la creatividad. Por fin una luz. El ejercicio de clase consistía en dividirnos por grupos y grabar un spot publicitario, utilizando los recursos audiovisuales de la facultad (algo así como un par de camcorders para cintas VHS y una sala de montaje de edición no lineal). Si había algún atrevido grupo que se lanzase al tentativo de hacer un corto más extenso que un spot, también era admitido. Los de mi grupo escogimos esa segunda opción. Para una vez que en aquella facultad se nos proponía algo creativo de verdad…, ¡había que aprovechar la oportunidad! Hicimos un experimento con tintes surrealistas que titulamos Ya no puedes irte. Con guiños a las excursiones de facultad a facultad y a las manifestaciones de alumnos vagando con las sillas pupitre por las calles, el boceto de cortometraje narraba las alucinaciones hipnagógicas de un alumno que ni podía escapar de sus propios sueños, ni de la facultad. Yo no había tocado una cámara de vídeo en mi vida, ni tenía noción alguna adquirida de la narrativa audiovisual propiamente dicha. Tampoco había tenido ocasión de ver El ángel exterminador de Buñuel (donde también hay personajes que encuentran dificultades para irse de un concreto lugar) o películas similares… Hablando de oníricas narrativas, Abre los Ojos de Amenábar la vimos en el cine poco después de hacer ese precario y divertido cortometraje que, definitivamente, provocó algún tipo de despertar en mí: sirvió para hacerme entrever que eso de juntar secuencias audiovisuales para hilar historias despertaba mi interés.

En cuanto cumplí expediente con los cuatro años de ese ensayo de licenciatura llamada Publicidad y RR. PP, me fui a hacer Segundo Ciclo de Comunicación Audiovisual a Salamanca. Tanto para seguir investigando mi camino, como para seguir disfrutando del curriculum no curricular que regala la Universidad -si uno se sabe dejar regalar-, y aspirar a una beca para ir al extranjero (en la facultad de Ciencias Sociales de Pontevedra no habíamos tenido siquiera oportunidades de acceder a ese Programa Erasmus que yo anhelaba desde que descubriera su existencia en León). Quería irme a tener una experiencia de estudiante en el extranjero y me hubiera ido a Tesalónica, Groninga, Berlín o Cochinchina. Cualquier destino me parecía enriquecedor, así que hice exámenes de todo idioma en el que sabía decir al menos “hola”. Acabé desembarcando a unos dos cientos kilómetros al Norte de Roma, en Perugia. Allí comprobé inmediatamente que la lengua italiana de raíces toscanas y la española de raíces castellanas se parecen, sí, pero ¡ojo, no tanto! Pasé la prueba de italiano básico en Salamanca, pero cuando aterricé en Italia no entendía ni el precio de la cuenta expresado por la cajera del supermercado al que iba a comprar bolsas de pasta y succo di pomodoro (dieta estudiantil por excelencia, y no solo en Italia). Entonces empecé a ver cine y a escuchar la radio, aunque entendiese sólo un poquito… De repente un día, ¡ecco la grande y bella sorpresa!, me di cuenta de que entendía en idioma original todos los diálogos de Rocco y sus hermanos, El cartero (y Pablo Neruda), Las noches de Cabiria…, y así otra y otra. Esa sorpresa fue ¡la… (vamos, lo que dan los curas en misa y que se dice igual en español que en italiano! Por cierto, lo dice también uno de los soldados de la película Mediterráneo -la Mediterráneo de Gabriele Salvatores-, al ver pasar una estrella fugaz sobre la isla griega a la que él y sus compatriotas han sido destinados durante la Segunda Guerra Mundial…. Por cierto, y por alusiones a temas bélicos, recuerdo, entre otras muchas anécdotas, que en un examen de historia (orales se estilan los exámenes en Italia) la profesora me dijo que hablase del tema que yo quisiera y, en lugar de hablarle de Garibaldi y el Risorgimento (lo cual hubiera venido más a cuento), le hablé de la guerra de Vietnam (¡¿no hay más temas que los de guerras en la historia?!). Me puso buena nota, pero creo que porque ese tema no estaba en el temario y dio por hecho que lo que yo decía, con mi italiano de marcado acento español, era cierto… En fin, vi con nitidez que quería seguir profundizando aquella cultura, así que acabé haciendo las prácticas obligatorias de final de carrera en una agencia de prensa de Perugia. La agencia era pionera en servicios de video on demand y pusieron a mi disposición un iMac (evolución de aquel primer Apple mencionado al inicio de estos renglones). Se me permitía editar mis trabajos personales con el «juguetito», así que me valí de ese chance para hacerme más autodidacta con la creación audiovisual, realizando trabajos de puro aprendizaje (¿Cuándo no es, en realidad, aprendizaje?), como un corto de “docu-ficción” (grabado con una cámara casera Panasonic miniDV) para participar en un concurso de cortometrajes universitarios que se organizó ese año en la ciudad. Me quedé bastante atónito cuando el jurado quiso obsequiarme con el premio a la mejor dirección frente a los trabajos presentados por alumnos como los de la Escuela Nacional de Cine de Roma, realizados con el apoyo de producción de dicha escuela. Debió de ser (digo yo), porque en el escenario de las premiaciones se proyectaba El Techo, de Vittorio de Sica, y el corto que titulé Del alba al ocaso seguía los pasos de un “sin techo” en Perugia. Sea como fuere, el caso es que viví aquello. En un elegante teatro perusino del siglo XVIII sonó el himno italiano y todo el mundo se puso en pie para escucharlo. ¡Menuda pompa! El diploma de premiación me lo entregó una actriz italiana de cine erótico y luego entre bastidores me dio su tarjeta también. Aún hoy en día no he podido disponer para ella un papel en una película, ¡¿qué se le va a hacer?!

El Teatro Morlacchi, escenario de la entrega de premios de aquel concurso de cortometrajes universitario.

Después de un breve retorno a la nueva y flamante Facultad de Ciencias Sociales de Pontevedra para montar – en sus estupendas cabinas de edición – otro cortometraje que fue parte de mi proyecto de final de carrera en Publicidad y RR. PP (asunto que había dejado pendiente), me fui a vivir a Irlanda. La portada del Irish Independent anunciaba el cese de la lucha armada del IRA en la semana que aterricé en Dublín subido a un low-cost que había despegado en Bolonia. Y la economía en el país era pujante. En torno a la desembocadura del Liffey se arremolinaban – y se siguen arremolinando- buen número de multinacionales americanas. Multinacionales haberlas las había -y las sigue habiendo-, pero lo cierto es que en mis primeras semanas allí, tras ser rechazado en una entrevista para un puesto de mozo de almacén en una tienda de zapatos, fregué montones de platos en un restaurante del centro de la capital. Como el restaurante quedaba cerca del Trinity College y a moverme por los entresijos de las facultades había aprendido bien, me acerqué hasta allí y, hojeando las páginas del Trinity News, descubrí que había una sección plurilingüe. Busqué a la editora del periódico (nativa de alguna de las repúblicas que formaban la URSS cuando yo hacía EGB) y la convencí para que me dejase escribir artículos en español e incluso alguno en italiano. Aunque yo no pertenecía a la privilegiada comunidad del Trinity, me camuflé ‘de erasmus para hacer mis colaboraciones periodísticas allí. 

Alguno de los artículos en el Trinity News.

Las hojas de otoño empezaban a caer en St Stephens Green (el parque que estaba junto al restaurante en el que trabajaba), cuando una ETT decidió que ya había “el menda” fregado bastantes platos y me consiguió una entrevista en una de aquellas multinacionales tan contentas con la política fiscal del lugar. El resultado fue diferente al de la tienda de zapatos. Comencé a trabajar en la empresa Paypal, cuya sede estaba en el edificio de Ebay. ¡Qué velocidades nos gastamos!; cuando empecé en la Universidad no sabía lo que era una web site y cuando terminé me vi conversando con clientes de Belfast, Liverpool o Donegal acerca de sus compras y transferencias on line. Más aun; acabé sacándome un certificado de Web Site Designer, a través del área didáctica del servicio de empleo irlandés (¡me pagaban por estudiar!, milagro que jamás antes -impensable en España- me había acontecido). Por fortuna para los sentidos, cierto buen genero no se adquiría aún en internet. ¡Nada de ebays o similares a la hora de comprar la cena de una Nochebuena que iba a reunir en una cocina de un chalé a la orilla del Grand Canal a una berlinesa, un italiano de Romaña, dos madrileños y un leonés!: fuimos a la lonja de Howth a comprar pescado recién descargado de un barco. Siempre sabe mucho mejor el pescado comprado en un lugar con olor a mar…

Fragmento artículo publicado en el Trinity News tras la Nochebuena.

¡A ver…! ¿Qué más, qué más…? He de escoger alguna pincelada más entre la maraña de las complejidades vitales «extracurriculares» -y multitud de vivencias que brotan de ella- para añadir por aquí (e ir cerrando este texto ya, que un kilométrico pergamino no ha de ser supuestamente el texto de una web…). Ah sí, se me ocurre algo… Voy. En Irlanda recibí la visita de Marco y Massimo, italianos meridionales a quienes conocí durante mi estancia en Perugia. Los acogí en la casa de Haddinton Road, la calle donde se sitúa la casa de Los Muertos del Dublineses de James Joyce y donde se encontraba el primero de los tres techos que me dieron cobijo durante el tiempo que permanecí en aquella isla. En una excursión que hicimos por la zona de acantilados que separa Bray y Greystones (al Sur de Dublín) se me quedó grabada una pregunta que el napolitano Massimo lanzó al viento: “¿Cosa può significare essere nato a Greystones?” ¿Qué puede significar para una persona haber nacido y crecido en un rincón como aquel pueblecito costero de Éire?» Dudo que Marco y yo probásemos a dar una respuesta a pregunta de semejante profundidad, sentida a fondo desde la mediterránea mirada de Massimo. Se hizo el silencio. La pregunta se quedó suspendida entre la bruma y acarició los grises guijarros de la playa al compás de la espuma de las olas del mar de Irlanda. ¿Qué puede significar nacer aquí o allá, en uno u otro tiempo?

Después de Dublín, la vida (o el viento) me fue llevando a otros lugares, Calcuta -en West Bengala- el primero de ellos (Pula -en Istria- más adelante, Locarno -en Tesino- después, Barcelona, Madrid…): una chica de clase social elevada me prestó una cámara de video Hi8 para filmar unas imágenes en slums de la capital bengalí; aunque Steve Jobs estuviese a punto de anunciar el primer Iphone, aquella camarita doméstica ya casi obsoleta llamaba mucho la atención en las zonas marginales donde yo pasé aquellos días de mi vida… ¿Hacia dónde nos lleva la extrema facilitación de la técnica que traen consigo los trepidantes e incontrolables avances de la tecnología?… Mi amigo Lemalon, un massai con el que una vez salí a correr por la sabana (no es algo que suceda todos los días, pero un día me sucedió), me manda mensajes desde un teléfono móvil. Hasta anteayer, como quien dice, su tribu vivía en la prehistoria… Si hoy le pidiese (cosa que no haré) que me mandase grabaciones de escenas cotidianas de su tribu, ¿se convertirían en documento etnográfico esos vídeos? Pregunto. ¿Dónde comienza el confín de lo narrativamente relevante o lo atractivamente documental en los millones de píxeles de “escenas de realidad” que a diario se recogen como montañas de datos en todo el mundo?

(…)

En ocasiones, entre oleadas de viento, me ha tocado pasar días, semanas, meses, en la región donde nací. (¿Qué puede significar haber nacido ahí?) En alguna de esas estancias o retornos a esas tierras que el poeta Antonio Colinas llama «Noroeste de todos los olvidos» grabé esquejes de materiales audiovisuales y los conjugué con otros que había filmado en Irlanda y con lo que pude recuperar de una copia VHS del corto Ya no puedes irte grabado y montado en Pontevedra:

(…)

Párrafo de cierre en lo que a este flujo de palabras concierne. A ver qué sale… Va… A la generación que llaman Z una carta escrita a mano le parece un documento medieval y el email casi una herramienta en trances de desaparición; los hijos de la gente de mi generación (¿somos la X, la Y o una a caballo entre esas dos?) crecen con aparatos provistos de botón de rec en los bolsillos… En la primavera de 2017 solía yo frecuentar los entresijos del Google Campus de Madrid. En la mesa de al lado tuve durante algunos días a unos muy jóvenes emprendedores que habían creado una aplicación móvil para que los usuarios de una red social comunicasen exclusivamente con vídeos que se grabasen a sí mismos. En sus camisetas podía leerse un eslogan: “si un vídeo vale más que mil palabras, ¿para qué escribir?” (si alguien ha llegado leyendo hasta aquí, comprenderá que no me convencieron). Si todos vamos armados con un botón de rec en los bolsillos, disparar es sencillo. Otro cantar es ya eso de disparar con atino. Y, sobre todo, compartir con respeto a la privacidad y a la dignidad de las personas cuya forman revelan los capturados píxeles (¡terrible lo a menudo que esta conciencia brilla por su ausencia!). Por otro lado, todo depende de cuál sea el objetivo del tiro. Al fin y al cabo, la fragmentación de audiencias (con o sin el uso de la palabra) no es algo nuevo: desde que existe el fuego siempre se contaron historias en torno al fuego, o entre amantes bajo las estrellas, o entre amigos a la sombra de una bodega, o en paredes de cuevas… Tampoco es nueva la fragmentación de estilos de contadores de historias, ni de criterios de percepción a la hora de sentirlas. Quizá si es nueva la inmensa dispersión de medios y la proliferación de plataformas virtuales que alienta la ansiedad y la pérdida de paciencia. Posiblemente también es nueva nuestra exposición permanente al abrumador bombardeo de contenidos, que, si no se saben seleccionar, pueden llegar seriamente a perturbar. Conviene, por ejemplo, (creo yo) poner mucha atención en que no se dañe el espacio que merece el desarrollo de la imaginación de un niño. Hay mucho mundo más allá de un monitor de ordenador o de la pantalla de un iPad. ¿Obviedad esa, verdad? Pues si tan obvio es, que se demuestre y así sea.

(…)

Óscar Falagán Quintanilla

PD 1: El boceto de texto que guía este contenido multimedia está sin terminar. Continuará… Tal vez en otro soporte o medio de comunicación, pero continuará.

PD 2: Ah, la vocación de delantero centro no pasó de categorías regionales, pero ha viajado conmigo a todas partes:

Aquí con los colores del equipo suizo Associazione Sportiva Minusio (el segundo de pie por la dcha.). Con el transcurrir de los años me gustaron otros colores tanto o más que el blanco….
Aquí con los colores del Seaford Rock United Football Club, de Dublín…

To be continued, yes!: Cuerdas y Diámetros