Vías Romeas, con ese apelativo se conoce a  los caminos de peregrinación que llevan a Roma, epicentro de muchas vías. Allá por el siglo X, Sigerico de Canterbury emprendió su propia vía hacia Roma, su propio camino que dejó inmortalizado en un diario. Mil años después, el Consejo de Europa ha reconocido ese camino de Canterbury a Roma como «Itinerario Cultural Europeo». Dicho reconocimiento, que se hace para ensalzar y proteger rutas de valioso legado cultural, nació precisamente con otra gran ruta de peregrinación Europea, la de los Caminos de Santiago de Compostela. En el presente 2017 se cumplen 30 años desde que el Consejo de Europa concediese esa distinción a los Caminos de Santiago de Compostela. Sigerico de Canterbury escribió su diario en el año 990 y la ruta que describió es «Itinerario Cultural Europeo» desde 1994.

El camino hacia Roma desde Inglaterra, según el Diario de Sigerico.
El camino hacia Roma desde Inglaterra, según el Diario de Sigerico.

Mi compañero de realizaciones fílmicas y amigo, Mario Llorca, residente en Siena, me lo decía hace tiempo: “Óscar, por aquí pasa una via de peregrinación que es algo así como la de Santiago. La de Santiago como era hace 30 años… Estoy retratando peregrinos que pasan por aquí, cargados de historias en sus mochilas. Van a Roma como los que van a Santiago. Allá los peregrinos compostelanos, acá los francigenos.”

Así que un día pensé que había que ir allá a investigar ese tema junto a él. Prácticamente de un día para otro metí cuatro mudas  en una maleta de mano, volé a la bota itálica y me llegué al corazón de la Toscana. Y así como en tiempos medievales los peregrinos no caminantes iban en burro o a caballo, yo me subí a una bicicleta, montura frecuente del peregrino no caminante de nuestros días, para pedalear desde Siena – cuya leyenda cuenta que fue fundada por los sobrinos de Romulo – hasta la ciudad que otra leyenda cuenta que fue fundada por el citado Romulo… A veces la improvisación es embrión de una jugosa narración y este viaje surgió muy improvisadamente. Me encontré allí de repente y no tenía bicicleta, ni alforjas, ni ropa de deporte alguna, así que Mario y yo nos fuimos al Decathlon más cercano donde los dependientes – al saber el objetivo que movía nuestra compra – nos trataron de maravilla y hasta nos prestaron una bicicleta para nuestra empresaLa credencial de peregrino hube de obtenerla – a cambio de 3 euros –  en la oficina de turismo de Monteriggioni, un encantador pueblo medieval amurallado que fue creado por los Señores de Siena para controlar la romana Via Cassia desde lo alto de una colina. Precisamente, siempre cerquita de la Via Cassia caminan los peregrinos de la Francigena que acuden a Roma desde latitudes septentrionales.

Antes de empezar mi pedaleo, visito junto a Mario un albergue de peregrinos en Siena, donde como hospitalera encontramos a una chica libanesa muy simpática. Le contamos que estamos investigando para la realización de un documental sobre la Francigena y ella bromea diciendo que Mario – que estaba cámara en mano – se da un aire a San Pietro. Luego, por deferencia y obviamente no por cara de santo, dice que yo también me doy un aire a San Paulo. Nos hizo mucha gracia esta imaginativa comparación, puesto que si la peregrinación a Santiago tiene origen en la visita al sepulcro del apóstol Santiago, la peregrinación a Roma tiene origen en la visita al sepulcro de San Pedro y San Pablo. En varias ocasiones había pedaleado por los caminos de Compostela. Ahora estaba apunto de hacerlo por un camino de Roma.

Una mañana de junio de 2016 dejé atrás el abrumadoramente bello Duomo de Siena y su Piazza del Campo, escenario del apasionante Palio. Me dispuse a dejar deslizar mi bicicleta sobre los campos toscanos. Busqué en el camino las indicaciones de la Via Francigena con el objetivo de alcanzar Roma en tres días. Había que vivir la via desde dentro, sentirla, palparla, tocarla. 

Apenas dejadas atrás las murallas de Siena me encuentro un bar llamado Il Pellegrino. Ahí decido tomarme un cornetto y un cappuccino. Los desayunos a la italiana se van a convertir en uno de los momentos gustosos de cada mañana. En ese primer bar entrevisto a una pareja entrañable de mediana edad, que ha llegado hasta ahí caminando desde su Venecia natal. En mi pedaleo, me detendré de vez en cuando para entrevistar a algunos de los caminantes o ciclistas con los que me voy a ir encontrando en el camino.

Cada vez que me encontraré con algún peregrino o personas de los lugares a las que acerque mi propio camino, procuraré siempre intercambiar unas palabras, conocer un pedacito de su historia. Así, por ejemplo, me detendré en un puente para charlar con una pareja de caminantes, procedentes de Treviso. Se presta ahí una escena bucólica, ambientada por el escenario que brindaba la primavera tardía de la Toscana, que nos regalaba campos aún plagados de amapolas. Aquel puente en cuestión existe para hacer pasar una vía de ferrocarril por debajo de la de peregrinación. Justo en ese instante en que conversamos, pasará una máquina de tren y, antes de pasar bajo el puente, nos hará ráfagas con sus faros delanteros para saludarnos. Será su modo desearnos “buen camino.” Uno de los trevisanos me confía el mensaje que escribirá en las postales que echará a algún buzón de alguno de los pueblecitos de la zona, quizá en Buonconvento: «Bella Italia, ogni tanto respira» (bella Italia, de vez en cuando respira).

El aroma de estos parajes es de una esencia única, lo sentí en Toscana y también en Lacio. No sé cual es la flor (o flores) que lo producen, pero doy fe que embriaga. Los peregrinos en la Via Francigena los encuentro con cuentagotas. Quizá tengo esa sensación por confrontar con la cantidad de ellos que pasan por mi tierra leonesa hacia Santiago, claro, puesto que de León a Santiago hay, más o menos, la misma distancia que de Siena a Roma. La estadística más fiable que encontré fue la de un hombre que vive en una solitaria casa frente a una delicia de paisaje del Valle del Orcia, localización de la ‘holliwoodiense’ película“ Gladiator. “Llevo todo el día aquí, y he visto pasar unos cincuenta”, me afirma. Conviene matizar que quizá sean cifras por encima de la media habitual, pues es un día de primavera en año jubileo.

Eso sucedió poco después de relajarme tomando un aperitivo ‘a la italiana’ previo al atardecer junto a la gran bañera de aguas termales de la «Plaza de los manantiales» en Bagno Vignoni. En mi habitual sobre-estimación de la extensión del tiempo, no me conformaba con detenerme a hacer entrevistas por doquier, sino que de vez en cuando me sentaba en alguna terraza a cumplir con los rituales culturales pertinentes. Me tomé un sprizt con farfalle (pasta con forma de mariposa) y tomates secos en el burgo donde se cuenta que ilustres personajes como Lorenzo de Medici o el propio Papa Pio II acudían a dejarse bañar por las volcánicas aguas del lugar en años del Renacimiento. El ambiente se percibía de sofisticados restaurantes y lujosos hoteles, osea, no el propio para el pernocte de peregrinos.

Seguí mi camino, iluso yo de que sería sencillo encontrar hospedaje en el siguiente pueblo. Cuando lo alcancé, había oscurecido ya. No hay pensión alguna y ni mucho menos albergue de peregrinos. El pueblo se llama Gallina, pero por la calle no encontré ni gallina, ni casi alma alguna viviente. Noté como si desde las ventanas se me observaba como un ser extraño. Llamé a alguna puerta y ni me abrieron para preguntar qué quería. La cosa se ponía complicada. El único vecino al que conseguí hablar – justo cuando cerraba el portón de su garaje – me dijo que a pocos kilómetros de distancia había una gasolinera con un hotel y un restaurante. Acepté la propuesta como solución inevitable y pedaleé por una carretera. La visión de la anunciada gasolinera se hizo de rogar hasta el punto de hacerme dudar si existía de verdad. Finalmente apareció la susodicha estación de servicios ante mis ojos, pero para mi sorpresa todo servicio en ella estaba herméticamente cerrado: surtidor, restaurante y hotel. Allí había sólo un camionero en la explanada de aparcamiento y su habitación se hallaba en su camión. Mi situación ahora se ponía mucho más fea. Había calculado mal. Mis viajes por los caminos de Santiago en España ofrecieron siempre cobijo y alimento en cualquier lugar al que llegué, aunque hubiese caído la noche. Aquí no estaba sucediendo así. Mi estado de animo cambió velozmente, de la euforia de pedalear cautivado por la puesta de sol del Valle de Orcia a verme sin hospedaje, con hambre y sin reservas en la mochila, agotado y sin luz en mi bicicleta.

Me quedaba un «culín» de agua en el «botellín» y me tocó ascender la colina de Radicofani. Divisaba un castillo iluminado a lo alto de una montaña y no podía creer que allá arriba estuviese el pueblo al que había de ascender. Pues si, estaba allí. Entonces para alumbrar mi camino aparecieron miles de luciérnagas. La fuerza que no tenía en mis piernas me la dieron esas luciérnagas. Al menos así lo imaginé. Ellas me iluminaron hasta lo alto de la colina. Una vez superada la situación adversa, sentí que había sido una vivencia llena de belleza. La bicicleta y yo, el sonido de la cadena al pedalear y mi respiración guiados por los brillos de las luciérnagas y las estrellas. Al coronar la colina, dosificando los tres tragos de agua que al botellín le restaban, pensé que todo estaba resuelto, pues en un folleto informativo que agarré en Monteriggioni leí que en Radicofani hay dos albergues. Pero allá arriba, a las horas en que llegué, ni me abrieron el albergue municipal ni me dejaron un hueco en el albergue religioso. Me quedé atónito: ¡¿es que acaso un peregrino ha de saber a ciencia cierta la hora en que va a llegar?! Ni muestras dieron de comprender el significado de la vía de peregrinación que llega hasta sus puertas. Mezzanotte en un pueblecito de la Italia interior, hambriento y exhausto. Unos hombres sentados en el banco de una plaza, al escuchar mi acento hispano me empiezan a decir que «quieren que Morata se quedé en la Juve». Yo hago alarde de diplomacia, pero lo que menos me importa del mundo en ese momento son las preocupaciones existenciales de unos tifosi del calcio. Al final resultó que fueron mi salvación. Uno de ellos me ofreció una casa por veinte euros y me invitó a tripas de cordero cocinadas al estilo de la isla de Cerdeña, resto de una merendola de pandilla de amigos. Desconocedor él seguramente de que mi ciudad de morada oficial tiene entre sus platos populares uno que se conoce como Gallinejas y que es parecido al de su invitación, me preguntó si me daba repelús comer esa receta,  pero en aquellas circunstancias aquella cena se me antojaba casi como un ‘manjar’.

Son muchas las vicisitudes por las que un peregrino pasa en una jornada de camino. En estas líneas dejo algunos detalles de las que me sucedieron en esos pocos días a mí. En pleno descenso del medieval Radicofani sufro un importante contratiempo que, sin embargo, no considero indispensable relatar aquí. Diré sólo que el camino ha querido que el contratiempo se produzca en uno de los parajes naturales más excepcionales que habré de encontrar en todo mi recorrido. El mosaico de campos que se divisa mientras se hace el descenso desde Radicofani hacia la pequeña población de Ponte a Rigo es de una belleza que pasma. Pero a mezzogiorno, sin apenas una sombra bajo la que poder resguardarme durante el tiempo en que intentaba resolver lo acontecido, llegué a Ponte a Rigo bien arreado por el sol. Por fortuna, lo primero que me encuentro al llegar allí es un albergue de peregrinos, que es pura delicadeza. En el albergue me acogen con cariño. Ven en mi rostro que no tuve una mañana fácil y me cuidan. Los ravioli que me sirvió la hostelera me revivieron. Después de alimentarme y reponerme un poco, con voz de insolación reciente conversé con la hostelera que me recibió.

En Acquapendente, primera población con la que se encuentra el peregrino al pasar de Toscana a Lacio, me tomo birra alla spina y retomo la marcha. El camino ha decidido que sea el lago de Bolsena destino para hacer segunda noche. Allí me aguardaba mi amigo Dario, compañero inseparable de mi ‘época erasmus’ en Perugia. Se acercó desde la región del mapa que se conoce como la Maremma, su tierra natal, en la que gestiona una casa rural. Cenamos pizza juntos en una terraza en la que nos atendieron de chiripa, pues aunque aquel punto de Italia es lugar de veraneo, las diez y media de la noche ya no eran horas para la cena. Con vistas al lago, proseguí camino la mañana siguiente. Durante cada jornada, procuraré entrevistar a los peregrinos caminantes que alcanzaré pedaleando. He aquí un fragmento del testimonio de una pareja que – como los peregrinos de antaño  -ha dado los primeros pasos desde la puerta de su casa. En un valle alpino pegado al confín de Italia con Suiza – me dicen – se despidieron del gato y empezaron a caminar. Tuvieron que hacer 90 kms. para llegar a incorporarse a los senderos señalizados del medieval itinerario de Sigerico.

Se percibe en mil sutilezas del modo de actuar de las gentes que nos estamos aproximando a Roma. Y la percepción aumentará detalle a detalle, kilómetro a kilómetro, pueblo a pueblo. Los toscanos son un cuento, los latinos otro. Tras deleitarme llegando sobre mi bici a pequeños y encantadores burgos medievales, llego a la única capital de provincia que encontraré en estos días: Viterbo. En sus calles se siente el poso de la historia. Después de muchos kilómetros pedaleando, me siento verdaderamente hambriento. En la calle, pregunto a una chica viterbesa donde me recomienda comer algo rápido (para poder seguir pedaleando sin mucha demora) y me recomienda una piadineria. ¡Mamma mia, que acierto! Disfruto de aquel exquisito bocado, una piadina que me parece insuperable. La piadinería es de unos romanos que me cuentan que su sueño es ir a vender piadinas a Barcelona. Me recomiendan acompañar la piadina con una de sus bebidas artesanales. Cojo de la nevera un sidretta y la combinación resulta ser un éxito. Al menos a mi me sabe a gloria en ese momento. He repuesto fuerzas para seguir pedaleando.

Recorro varios kilómetros por un camino pedregoso y llego a una urbe llamada Vetralla, Allí, en la oficina de turismo me reciben con una cordialidad excepcional. Al enterarse de que soy documentalista, me llevan de forma privada a ver una exposición artística dedicada a la Via Francigena, aún siendo la víspera de la inauguración. Me animan a hacer noche en su ciudad, pero aún le queda un buen rato de luz al día y decido proseguir, aún no se hasta dónde. Mario Llorca termina ese día un trabajo fotográfico en la Universidad de Siena y me alcanzará por la noche allá donde yo haya llegado pedaleando. Capranica se cruza en mi camino, pero no me inspira lo suficiente para quedarme. Dejó atrás Capranica y hago inmersión en un bosque, desoyendo el consejo de un concejal de Vetralla, que me advirtió de la complicada ciclabilidad del camino en dicho bosque. Resultó que llevaba razón: «el concejal que avisa no es traidor.» Hasta me pegué un bonito piñazo por la perfectamente ejecutada zancadilla de una rama colándose en los radios de mi rueda trasera. Al final salí ileso del bosque, con leves rasguños de adorno. Las coordenadas para recibir a Mario serán finalmente Via Roma, 54, comune di Sutri.

La mañana siguiente aguarda la Piazza di San Pietro. Se confirma que es verdad que se puede llegar pedaleando hasta las puertas de la Capilla Sixtina, a pesar de ese enorme anillo de autopistas que rodea la capital de Italia y que con particular mirada ha sido retratado por el docufilm «Sacro Gra». Rechazo el maletero del coche de Mario para el transporte de mi mochila. Llámese búsqueda de realismo o cabezonería leonesa. Le dejo haciendo una entrevista a dos ciclistas junto a la necrópolis etrusca de Sutri. Hemos acordado reencontrarnos ya en el Vaticano. Cuando llega el momento de verme sobre mi bici en la sobrecogedora Via della Conciliazione, le llamo desde un semáforo para que me diga en qué zona de la plaza ha colocado el trípode de su cámara. «Hacia el lado izquierdo», me informa. Me apeo de mi montura, que también merece un descanso. Entro en la plaza a pie, con la mirada puesta en la basílica que la preside. La emoción del momento es excepcional. Mario logra filmar mi entrada original. Luego, junto a las columnas dóricas que flanquean este espacio abierto de Ciudad del Vaticano, nos sentamos sobre sus piedras a dialogar .

Había que embarrarse, ‘ortigarse’, arañarse, tostarse bajo el sol, sumergirse bajo la niebla. Había que perderse y hasta caerse. Perderse y caerse para después encontrarse. Había que hacerse peregrino. Y me hice, «peregrino francigeno», en pleno año bautizado por el papa Francisco como el del Jubileo de la Misericordia. Miles de peregrinos llegaron en 2016 hasta Roma para cruzar por la llamada Puerta Santa, la cual se cerraría, con toda su pompa, cinco meses después de esta incursión ciclista mía de Siena a Roma. Son cientos, miles las historias de que ha sido testigo esta vía (y de las que será). Con el gran angular de la gopro y tomando por trípode el manillar de mi cabalgadura filmé varias entrevistas. Como ésta que bajo estas líneas comparto, realizada a dos peregrinos de origen francés en un bosque localizado a un centenar de kilómetros de Roma.

En estas líneas y en estas conversaciones en plena vía – las que he escogido para compartir un pedacito de mi pedaleo hacia la urbe que Romulo y Remo pugnaron por fundar – se entremezclan las ramas de la herencia lingüística que el Imperio Romano dejó en buena parte de la cuenca del Mediterráneo. Los lugares por los que discurren los Itinerarios Culturales Europeos de la Europa meriodional que son rutas de peregrinación – Caminos de Santiago de Compostela y Vía Francigena – hablan dialectos de aquella lengua latina que se expandió con aquel imperio. Aunque hay más variedades lingüísticas, claro que sí. El propio Camino de Sigerico busca el Vaticano partiendo desde tierra de idioma anglo-sajón, mientras que el Camino Francés, el del Norte o el Olvidado habla euskera unos cuantos cientos de kilómetros antes de llegar a pisar la plaza del Obradoiro. Y por supuesto, en peregrinaciones escandinavas como la del Camino de Olaf de Noruega – también reconocido Itinerario Cultural Europeo por el Consejo de Europa -, ni que decir tiene que el peregrino escucha idiomas bien distintos a los de raíz latina allá por donde pasa. Resulta interesante observar que por la ciudad sede de dicho Consejo de Europa transita la Francigena velocipedista con la ruta propuesta por el proyecto EuroVelo, un proyecto coordinado por la Asocciación de Ciclistas Europeos. No sólo por Estrasburgo pasa la Francigena de EuroVelo, sino por otros lugares geográficos que también son sede de importantes instituciones europeas, como Bruselas o Ciudad de Luxemburgo.

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La ruta 5 del Proyecto EuroVelo propone una ruta ciclista alternativa para la Via Francigena

El presente boceto multimedia, que he titulado De Camino a Roma, comunica valiéndose de dialectos del latín, lenguas que son evolución de una lengua que se expandió desde el lugar donde la Via Francigena culmina (o hace escala para continuar por la Francigena del Sur). No he incluido subtítulos ni traducción de unas lenguas a otras. Las palabras aquí son como el camino, como los caminos: un acercamiento de pueblos y un intercambio de culturas. Hacer un camino así es como transitar por un pasillo intercultural, un túnel de ricas y cambiantes sensaciones y percepciones.

Es obvio, por otro lado, que el idioma que se habla en la isla en la que la Via Francigena se inicia se presenta inevitablemente, hoy en día, aquí y allá, en cualquier ruta por el viejo continente. Cuando me encontré y comuniqué, por ejemplo, con un americano que caminaba junto a un siciliano y que quiso contarme que hacía este tipo de peregrinación para recuperar algo de lo humano que se dejó en la Guerra de Irak o con una holandesa que caminaba desde hace días por multitud de regiones de Europa, nos tocó recurrir a la versión moderna del idioma con el que Sigerico redactó su diario. Igualmente, un cicloturista que escoja hacer la Via Francigena por la ‘opción EuroVelo’ encontrará otras lenguas de raíz germánica en plazas de pueblos y ciudades, pues dicha ruta ciclista se cuela en zonas donde se habla alemán suizo, neerlandés o luxemburgués.

El testimonio en inglés medieval de Sigerico narra su viaje de vuelta hacia Canterbury, dejando constancia de 80 etapas desde Urbs Roma hasta Wissant (lo que hoy es Calais), lugar donde se encuentra el mar para navegar hacia Inglaterra y punto neurálgico de conflicto migratorio en la actualidad. Hoy el peregrino que afronta ese viaje opta generalmente por recorrerlo a la inversa. El kilómetro cero de ese peregrino es pues la catedral de Canterbury, mientras que el kilómetro cero del cicloturista que toma la ‘ruta EuroVelo’ bien puede ser el London Tower Bridge.

Así como el kilómetro cero de la ciudad en la que engraso mi bicicleta para próximas peripecias se encuentra en la Puerta del Sol o el kilómetro cero del Imperio Romano fue puesto por Octavio Augusto en el Milario de Oro, los peregrinos (en ocasiones «turigrinos») ponen sus hitos de llegada o partida en lugares como Jerusalén, Roma, Santiago de Compostela… Caravaca de la Cruz, Santo Toribio de Liébana… San Andrés de Teixido, Fátima, Lourdes, el Gargano, Medjugorje, Shikoku… Basílica de Guadalupe, Varanasi,  La Meca, Bodh Gaya… 

Continuará…

Óscar Falagán